lunes, 22 de marzo de 2010

Sol del gran Infierno

Ahora se que se siente morir despacio
Bajo el sol del gran Infierno.
Si existiese sólo uno…
Así como el alma se multiplica en millones,
Entre cada lágrima en reposo.
Ahora se lo que no sabía
Y ya no temo.
Porque ando debajo del sol más caliente,
Del más despiadado,
El sol del Infierno grande.
Soy peón del desierto,
Produzco arena y me la trago a montones.
No tengo más que el ferviente sol que mata lento.
Soy de la tierra de nada,
La estéril como otros la llaman.
Soy del hoyo plano.
De donde nada más sale calor y un montón de Infiernos.

Barrio escéptico

Maté a un hombre. No a cualquiera claro está, no se anda matando así como así a quien se te meta por las narices. Con éste valió el esfuerzo, y ese hueco tan profundo que cavé en el patio trasero, para luego no acarrear habladurías y me tachen de ciudadano con pocos principios.

Pensó en seducir a mi mujer, el desgraciado, se le veía la intención hasta en las rendijas dentales. Y que decir de mi astucia, mandé volar sus sesos antes de que pudiera acercársele nuevamente, me aseguré de que Nora tomara el asesinato como lo que es, algo naturalmente usual entre los hombres de este barrio. Somos del tipo escéptico, además el apoyo del vecindario equilibra mucho más la culpa y hasta celebro pertenecer a un grupo tan seguro en sus convicciones.

Quiso convencerme fingiendo no conocer a ese tal Pascual, me bastó escuchar tal atrocidad para no dejarla hablar más, estoy seguro que hubiera abogado por él y asumido total responsabilidad, mi mujer era caridad pura de piernas largas y tobillos anchos. Que decir del pobre Pascual, tan del montón que se confundiría con cualquiera. Tuve que matar a Nora, no soporté la idea de compartir la única almohada de la cama con una mujer tan caritativa y despreciable.

Eliminarlos me pareció lo más sensato. Me justifico: los celos son caballos furiosos que inhalan el ardor del corazón abierto y derramado hasta el suelo, relinchan y trotan salpicando el rostro del tibio sabor de la desgracia amorosa.
Recuerdo aun haberla visto en la parada de autobús junto a él. Ocho metros los separaban. Guardan las apariencias, pensé; y escondido detrás de un cesto enorme de basura pude divisar como ese Pascual dejó que Nora subiera primero al vehículo, esa chatarra con ruedas testigo de sus repulsivos encuentros. Desde ese día, la seguí a todas partes, no volví a toparme con imágenes de ambos; pero yo sabía que lo extrañaba, sus ojos oscurecían mi felicidad y elucubré que la vida sería miserable desde entonces.

Tiempo después, Pascual decidió resucitar de entre los asesinados y pasar delante mío, sentarse en la mesa contigua y pedir exactamente la misma ensalada que ahora crujía entre mis muelas y se deshacía con la saliva más tosca y amarga, como la de alguien que acaba de ver un muerto sentarse a su lado.
Un gran parecido, quizás parientes. Me perturbó la idea del error por unos instantes, sólo por uno o dos instantes.